Hola a todos, ¿cómo andan?A continuación les dejo los textos para la actividad. Cada grupo dará la clase con el segmento del texto que le tocó y los demás le preguntarán sus dudas o realizarán intervenciones como una clase diaria. Los grupos que expongan deberán presentar las ideas principales que los autores manejan en las obras, teniendo en cuenta qué critican y cómo responden a ello.¡Tendrán 15 minutos para exponer!
Nota:
Para el parcial, cada uno tendrá preguntas sobre el tema que les tocó. De todas maneras deben tomar notas de todos los temas.
Para quienes obtienen derecho a examen, deberán estudiar todos los temas que se fijen en el programa final sugerido.
Grupo 1:
Texto de Bertrand Russell: El valor de la filosofía, de la obra "Los problemas de la filosofía".
Deberán presentar una breve introducción al autor, con datos biográficos antes de exponer.
La filosofía, como todos los demás estudios, aspira primordialmente al
conocimiento. El conocimiento a que aspira es aquella clase de conocimiento que nos da la unidad y el sistema del cuerpo de las ciencias, y el que resulta del examen crítico
del fundamento de nuestras convicciones, prejuicios y creencias. Pero no se puede
sostener que la filosofía haya obtenido un éxito realmente grande en su intento de proporcionar una respuesta concreta a estas cuestiones. Si preguntamos a un
matemático, a un mineralogista, a un historiador, o a cualquier otro hombre de ciencia,
qué conjunto de verdades concretas ha sido establecido por su ciencia, su respuesta
durará tanto tiempo como estemos dispuestos a escuchar. Pero si hacemos la misma pregunta a un filósofo, y éste es sincero, tendrá que confesar que su estudio no ha
llegado a resultados positivos comparables a los de las otras ciencias. Verdad es que
esto se explica, en parte, por el hecho de que, desde el momento en que se hace
posible el conocimiento preciso sobre una materia cualquiera, esta materia deja de ser
denominada filosofía y se convierte en una ciencia separada. Así, la incertidumbre de la filosofía es, en una gran medida, más aparente que real; los problemas que son susceptibles de una respuesta precisa se
han colocado en las ciencias, mientras que sólo los que no la consienten actualmente
quedan formando el residuo que denominamos filosofía.
Verdad es que muchos filósofos han pretendido que la filosofía podía
establecer la verdad de determinadas respuestas sobre estos problemas fundamentales. Han supuesto que lo más importante de las creencias religiosas podía
ser probado como verdadero mediante una demostración estricta. Para juzgar sobre
estas tentativas es necesario hacer un examen del conocimiento humano y formarse
una opinión sobre sus métodos y limitaciones. Sería imprudente pronunciarse dogmáticamente sobre estas materias; pero si las investigaciones de nuestros
capítulos anteriores no nos han extraviado, nos vemos forzados a renunciar a la
esperanza de hallar una prueba filosófica de las creencias religiosas. Por lo tanto, no
podemos alegar como una prueba del valor de la filosofía una serie de respuestas a
estas cuestiones. Una vez más, el valor de la filosofía no puede depender de un supuesto cuerpo de conocimientos seguros y precisos que puedan adquirir los que
la estudian.
De hecho, el valor de la filosofía debe ser buscado en una, larga medida en
su real incertidumbre. El hombre que no tiene ningún barniz de filosofía, va por la vida
prisionero de los prejuicios que derivan del sentido común, de las creencias habituales en su tiempo y en su país, y de las que se han desarrollado en su espíritu sin la
cooperación ni el consentimiento deliberado de su razón. Para este hombre el mundo
tiende a hacerse preciso, definido, obvio; los objetos habituales no le suscitan
problema alguno, y las posibilidades no familiares son desdeñosamente rechazadas.
Desde el momento en que empezamos a filosofar, hallamos, por el contrario, como hemos visto en nuestros primeros capítulos, que aun los objetos más ordinarios
conducen a problemas a los cuales sólo podemos dar respuestas muy incompletas.
La filosofía, aunque incapaz de decirnos con certeza cuál es la verdadera respuesta a
las dudas que suscita, es capaz de sugerir diversas posibilidades que amplían
nuestros pensamientos y nos liberan de la tiranía de la costumbre. Así, el disminuir nuestro sentimiento de certeza sobre lo que las cosas son, aumenta en alto grado
nuestro conocimiento de lo que pueden ser; rechaza el dogmatismo algo arrogante de
los que no se han introducido jamás en la región de la duda liberadora y guarda vivaz
nuestro sentido de la admiración, presentando los objetos familiares en un aspecto no
familiar.
Aparte esta utilidad de mostrarnos posibilidades insospechadas, la filosofía
tiene un valor —tal vez su máximo valor— por la grandeza de los objetos que
contempla, y la liberación de los intereses mezquinos y personales que resultan de
aquella contemplación. La vida del hombre instintivo se halla encerrada en el círculo
de sus intereses privados: la familia y los amigos pueden incluirse en ella, pero el resto del mundo no entra en consideración, salvo en lo que puede ayudar o entorpecer lo
que forma parte del círculo de los deseos instintivos. Esta vida tiene algo de febril y
limitada. En comparación con ella, la vida del filósofo es serena y libre. El mundo privado, de los intereses instintivos, es pequeño en medio de un mundo grande y
poderoso que debe, tarde o temprano, arruinar nuestro mundo peculiar. Salvo si
ensanchamos de tal modo nuestros intereses que incluyamos en ellos el mundo
entero, permanecemos como una guarnición en una fortaleza sitiada, sabiendo que el enemigo nos impide escapar y que la rendición final es inevitable. Este género de vida
no conoce la paz, sino una constante guerra entre la insistencia del deseo y la
importancia del querer. Si nuestra vida ha de ser grande y libre, debemos escapar, de
uno u otro modo, a esta prisión y a esta guerra.
Un modo de escapar a ello es la contemplación filosófica. La contemplación filosófica, cuando sus perspectivas son muy amplias, no divide el Universo en dos
campos hostiles: los amigos y los enemigos, lo útil y lo adverso, lo bueno y lo malo;
contempla el todo de un modo imparcial. La contemplación filosófica, cuando es pura,
no intenta probar que el resto del Universo sea afín al hombre. Toda adquisición de
conocimiento es una ampliación del yo, pero esta ampliación es alcanzada cuando no se busca directamente. Se adquiere cuando el deseo de conocer actúa por sí solo,
mediante un estudio en el cual no se desea previamente que los objetos tengan tal o
cual carácter, sino que el yo se adapta a los caracteres que halla en los objetos. Esta
ampliación del yo no se obtiene, cuando, partiendo del yo tal cual es, tratamos de
mostrar que el mundo es tan semejante a este yo, que su conocimiento es posible sin necesidad de admitir nada que parezca serle ajeno. El deseo de probar esto es una
forma de la propia afirmación, y como toda forma de egoísmo, es un obstáculo para el
crecimiento del yo que se desea y del cual conoce el yo que es capaz. El egoísmo, en
la especulación filosófica como en todas partes, considera el mundo como un medio
para sus propios fines; así, cuida menos del mundo que del yo, y el yo pone límites a la grandeza de sus propios bienes. En la contemplación, al contrario, partimos del no
yo, y mediante su grandeza son ensanchados los límites del yo; por el infinito del
Universo, el espíritu que lo contempla participa un poco del infinito.
La verdadera contemplación filosófica, por el contrario, halla su satisfacción
en toda ampliación del no yo, en todo lo que magnifica el objeto contemplado, y con
ello el sujeto que lo contempla. En la contemplación, todo lo personal o privado, todo
lo que depende del hábito, del interés propio o del deseo perturba el objeto, y, por consiguiente, la unión que busca el intelecto. Al construir una barrera entre el sujeto
y el objeto, estas cosas personales y privadas llegan a ser una prisión para el
intelecto. El espíritu libre verá, como Dios lo pudiera ver, sin aquí ni ahora, sin
esperanza ni temor —fuera de las redes de las creencias habituales y de los prejuicios
tradicionales —serena, desapasionadamente, y sin otro deseo que el del conocimiento, casi un conocimiento impersonal, tan puramente contemplativo como
sea posible alcanzarlo para el hombre. Por esta razón también, el intelecto libre
apreciará más el conocimiento abstracto y universal, en el cual no entran los
accidentes de la historia particular, que el conocimiento aportado por los sentidos, y
dependiente, como es forzoso en estos conocimientos, del punto de vista exclusivo y personal, y de un cuerpo cuyos órganos de los sentidos deforman más que revelan.
El espíritu acostumbrado a la libertad y a la imparcialidad de la contemplación
filosófica, guardará algo de esta libertad y de esta imparcialidad en el mundo de la
acción y de la emoción. Considerará. sus proyectos y sus deseos como una parte de
un todo, con la ausencia de insistencia que resulta de ver que son fragmentos infinitesimales en un mundo en el cual permanece indiferente a las acciones de los
hombres. La imparcialidad que en la contemplación es el puro deseo de la verdad, es
la misma cualidad del espíritu que en la acción se denomina justicia, y en la emoción
es este amor universal que puede ser dado a todos y no sólo a aquellos que juzgamos
útiles o admirables. Así, la contemplación no sólo amplia los objetos de nuestro pensamiento, sino también los objetos de nuestras acciones y afecciones; nos hace
ciudadanos del Universo, no sólo de una ciudad amurallada, en guerra con todo lo
demás. En esta ciudadanía del Universo consiste la verdadera libertad del hombre, y
su liberación del vasallaje de las esperanzas y los temores limitados.
Grupo 2:
Texto de Guilles Deleuze, "¿Qué es Filosofía?
Deberán presentar una breve introducción al autor, con datos biográficos antes de exponer.
Tal vez no se pueda plantear la pregunta ¿Qué es la filosofía? hasta tarde,
cuando llegan la vejez y la hora de hablar concretamente. De hecho, la bibliografía es
muy escasa. Se trata de una pregunta que nos planteamos con moderada inquietud, a
medianoche, cuando ya no queda nada por preguntar. Antes la planteábamos, no
dejábamos de plantearla, pero de un modo demasiado indirecto u oblicuo, demasiado
artificial, demasiado abstracto, y, más que absorbidos por ella, la exponíamos, la
dominábamos sobrevolándola. No estábamos suficientemente sobrios. Teníamos
demasiadas ganas de ponernos a filosofar y, salvo como ejercicio de estilo, no nos
planteábamos qué era la filosofía; no habíamos alcanzado ese grado de no estilo en el
que por fin se puede decir: ¿pero qué era eso, lo que he estado haciendo durante toda
mi vida?
Sencillamente, nos ha llegado la hora de plantearnos qué es la filosofía, cosa que jamás habíamos dejado de hacer
anteriormente, y cuya respuesta, que no ha variado, ya teníamos: la filosofía es el arte
de formar, de inventar, de fabricar conceptos. Pero no bastaba con que la respuesta
contuviera el planteamiento, sino que también tenía que determinar un momento, una
ocasión, unas circunstancias, unos paisajes y unas personalidades, unas condiciones
y unas incógnitas del planteamiento. Se trataba de poder plantear la cuestión «entre
amigos», como una confidencia o en confianza, o bien frente al enemigo como un
desafío, y al mismo tiempo llegar a ese momento, cuando todos los gatos son pardos,
en el que se desconfía hasta del amigo. Es cuando decimos: «Era eso, pero no sé si lo
he dicho bien, ni si he sido bastante convincente.» Y constatamos que poco importa si
lo hemos dicho bien o hemos sido convincentes, puesto que de todos modos de eso
se trata ahora.
Los conceptos, ya lo veremos, necesitan personajes conceptuales que
contribuyan a definirlos.
Amigo es un personaje de esta índole, del que se dice incluso
que aboga por unos orígenes griegos de la filosofía: las demás civilizaciones tenían
Sabios, pero los griegos presentan a esos «amigos», que no son meramente sabios
más modestos. Son los griegos, al parecer, quienes ratificaron la muerte del Sabio y lo
sustituyeron por los filósofos, los amigos de la Sabiduría, los que buscan la sabiduría,
pero no la poseen formalmente3
. Pero no se trataría sencillamente de una diferencia
de nivel, como en una gradación, entre el filósofo y el sabio: el antiguo sabio
procedente de Oriente piensa tal vez por Figura, mientras que el filósofo inventa y
piensa el Concepto. La sabiduría ha cambiado mucho. Por ello resulta tanto más difícil
averiguar qué significa «amigo», en especial y sobre todo entre los propios griegos.
¿Significaría acaso amigo una cierta intimidad competente, una especie de inclinación
material y una potencialidad, como la del carpintero hacia la madera: es acaso el buen
carpintero potencialmente madera, amigo de la madera? Se trata de un problema
importante, puesto que el amigo tal como aparece en la filosofía ya no designa a un
personaje extrínseco, un ejemplo o una circunstancia empírica, sino una presencia
intrínseca al pensamiento, una condición de posibilidad del pensamiento mismo, una
categoría viva, una vivencia trascendente. Con la filosofía, los griegos someten a un
cambio radical al amigo, que ya no está vinculado con otro, sino relacionado con una
Entidad, una Objetividad, una Esencia. Amigo de Platón, pero más aún amigo de la
sabiduría, de lo verdadero o del concepto, Filaleto y Teófilo… El filósofo es un
especialista en conceptos, y, a falta de conceptos, sabe cuáles son inviables, arbitrarios o inconsistentes, cuáles no resisten ni un momento, y cuáles por el contrario
están bien concebidos y ponen de manifiesto una creación incluso perturbadora o
peligrosa.
¿Qué quiere decir amigo, cuando se convierte en personaje conceptual, o en
condición para el ejercicio del pensamiento? ¿O bien amante, no será acaso más bien
amante? ¿Y acaso el amigo no va a introducir de nuevo hasta en el pensamiento una
relación vital con el Otro al que se pensaba haber excluido del pensamiento puro? ¿O
no se trata acaso, también, de alguien diferente del amigo o del amante?
El filósofo es el amigo del concepto, está en poder del concepto. Lo que
equivale a decir que la filosofía no es un mero arte de formar, inventar o fabricar
conceptos, pues los conceptos no son necesariamente formas, inventos o productos.
La filosofía, con mayor rigor, es la disciplina que consiste en crear conceptos. ¿Acaso
será el amigo, amigo de sus propias creaciones? ¿O bien es el acto del concepto lo
que remite al poder del amigo, en la unidad del creador y de su doble? Crear
conceptos siempre nuevos, tal es el objeto de la filosofía. El concepto remite al filósofo
como aquel que lo tiene en potencia, o que tiene su poder o su competencia, porque
tiene que ser creado. No cabe objetar que la creación suele adscribirse más bien al
ámbito de lo sensible y de las artes, debido a lo mucho que el arte contribuye a que
existan entidades espirituales, y a lo mucho que los conceptos filosóficos son también
sensibilia. A decir verdad, las ciencias, las artes, las filosofías son igualmente
creadoras, aunque corresponda únicamente a la filosofía la creación de conceptos en
sentido estricto. Los conceptos no nos están esperando hechos y acabados, como
cuerpos celestes. No hay firmamento para los conceptos. Hay que inventarlos,
fabricarlos o más bien crearlos, y nada serían sin la firma de quienes los crean.
Nietzsche determinó la tarea de la filosofía cuando escribió: «Los filósofos ya no deben
darse por satisfechos con aceptar los conceptos que se les dan para limitarse a
limpiarlos y a darles lustre, sino que tienen que empezar por fabricarlos, crearlos,
plantearlos y convencer a los hombres de que recurran a ellos. Hasta ahora, en
resumidas cuentas, cada cual confiaba en sus conceptos como en una dote milagrosa
procedente de algún mundo igual de milagroso», pero hay que sustituir la confianza
por la desconfianza, y de lo que más tiene que desconfiar el filósofo es de los
conceptos mientras no los haya creado él mismo (Platón lo sabía perfectamente,
aunque enseñara lo contrario…).
Vemos por lo menos lo que la filosofía no es: no es contemplación, ni reflexión,
ni comunicación, incluso a pesar de que haya podido creer tanto una cosa como otra,
en razón de la capacidad que tiene cualquier disciplina de engendrar sus propias
ilusiones y de ocultarse detrás de una bruma que desprende con este fin. No es
contemplación, pues las contemplaciones son las propias cosas en tanto que
consideradas en la creación de sus propios conceptos. No es reflexión porque nadie
necesita filosofía alguna para reflexionar sobre cualquier cosa: generalmente se cree
que se hace un gran regalo a la filosofía considerándola el arte de la reflexión, pero se
la despoja de todo, pues los matemáticos como tales nunca han esperado a los
filósofos para reflexionar sobre las matemáticas, ni los artistas sobre la pintura o la
música; decir que se vuelven entonces filósofos constituye una broma de mal gusto,
debido a lo mucho que su reflexión pertenece al ámbito de su creación respectiva. Y la
filosofía no encuentra amparo último de ningún tipo en la comunicación, que en
potencia sólo versa sobre opiniones, para crear «consenso» y no concepto. La idea de
una conversación democrática occidental entre amigos jamás ha producido concepto
alguno; tal vez proceda de los griegos, pero éstos desconfiaban tanto de ella, y la
sometían a un trato tan duro y severo, que el concepto se convertía más bien en el
pájaro soliloquio irónico que sobrevolaba el campo de batalla de las opiniones rivales
aniquiladas (los convidados ebrios del banquete). La filosofía no contempla, no
reflexiona, no comunica, aunque tenga que crear conceptos para estas acciones o
pasiones. La contemplación, la reflexión, la comunicación no son disciplinas, sino
máquinas para constituir Universales en todas las disciplinas. Los Universales de
contemplación, y después de reflexión, son como las dos ilusiones que la filosofía ya
ha recorrido en su sueño de dominación de las demás disciplinas (idealismo objetivo e
idealismo subjetivo), del mismo modo como la filosofía tampoco sale mejor parada
presentándose como una nueva Atenas y volcándose sobre los Universales de la
comunicación que proporcionarían las reglas de una dominación imaginaria de los
mercados y de los media (idealismo intersubjetivo). Toda creación es singular, y el
concepto como creación propiamente filosófica siempre constituye una singularidad. El
primer principio de la filosofía consiste en que los Universales no explican nada, tienen
que ser explicados a su vez.
Grupo 3:
Texto de Darío Sztajnszrajber: ¿Para qué sirve la filosofía?.
Deberán presentar una breve introducción al autor, con datos biográficos antes de exponer.
Hacer filosofía es una manera de pensar.
Una buena forma de comprender su especificidad es diferenciarla de otros modos de ejercitación del pensamiento. En ese sentido, podemos decir que la filosofía intenta fundamentar el sentido de las cosas preguntándose por su ser. Intentar hallar las razones por las que las cosas son lo que son. Por eso, fundamentar es en realidad, llevar la pregunta a su última expresión, a su radicalidad.
De toda afirmación cotidiana o técnica, siempre es posible todavía preguntar por su ser, por el qué es, esto es, preguntar por qué. Hacer filosofía es entonces un ejercicio de repregunta permanente animado por el propósito de alcanzar una respuesta última sobre todas las cosas.
¿Por qué en definitiva así y no de otro modo? O también ¿por qué hay? O más, ¿por qué hay cuando pudo no haber habido nada?
¿Pero es alcanzable este propósito? ¿Se puede llegar a responder la pregunta por el ser? Y además, ¿pierde sentido la práctica filosófica si la respuesta fuese negativa? Y si fuese positiva, ¿tendría sentido aún hacer filosofía si ya lo sabemos todo? Entonces, ¿no sería interesante invertir la cuestión y pensar que tal vez el filosofar tenga más que ver con la pregunta que con la respuesta?
En la definición misma de “filosofía”, encontramos estos dos sentidos. Amar el saber puede ser bien buscar denodadamente el saber y solo contentarse cuando lo creemos encontrado; o bien puede ser simple y aporéticamente comprender nuestra condena a buscar infructuosamente lo que ya sabemos que no vamos a encontrar. O priorizamos el saber, o priorizamos el amor. Tal vez, hacer filosofía no sea más que hablar del amor…
En la historia de la filosofía han convivido estas dos tendencias, y aunque supongamos a priori que la renuncia de la filosofía a encontrar la verdad data más bien de los tiempos modernos, resulta interesante releer deconstructivamente ciertas tensiones filosóficas a través de sus textos históricos. El mismo Platón escribe en República que el propósito de la filosofía es contemplar la verdad y en Banquete que la filosofía, como todo amor, es una búsqueda que no puede tener final. En este curso intentaremos agudizar y profundizar estas contradicciones.
Es que en definitiva, ¿para qué sirve la filosofía? O dicho de otro modo, ¿no nos conduce la pregunta filosófica a poner en cuestión que todo tenga que servir para algo? Y además, ¿se trata de para qué sirve o de a quién sirve? Si la lógica de la utilidad se construye desde el valor de la productividad y la eficiencia, claramente la filosofía no sirve para nada.
La historia de la filosofía en Occidente está íntimamente ligada al desarrollo de la metafísica y a su debilitamiento. La metafísica, como expresión de un pensamiento fundacionalista se fue estructurando como un pensamiento binario, dicotómico; y esta figura se ha entrelazado con la preeminencia de ciertos conceptos que se establecieron como pilares de la construcción de sentido: verdad/falsedad, bien/mal, ser/nada, entre otros. Tal vez la pregunta desde Heidegger en adelante haya sido si es posible salirse de este tipo de pensar. Deconstruir es una forma de mostrar las aporías e inestabilidades detrás de las supuestas firmezas del pensamiento binario. ¿Pero cómo pensar aporéticamente?
Grupo 4:
Texto de Fernando Savater: El por qué de la filosofía, en la obra "Las preguntas de la vida".
Deberán presentar una breve introducción al autor, con datos biográficos antes de exponer.
¿Tiene sentido empeñarse hoy, a finales del siglo XX o comienzos del XXI, en mantener la filosofía
como una asignatura más del bachillerato? ¿Se trata de una mera supervivencia del pasado, que los
conservadores ensalzan por su prestigio tradicional pero que los progresistas y las personas prácticas deben
mirar con justificada impaciencia? ¿Pueden los jóvenes, adolescentes más bien, niños incluso, sacar algo en
limpio de lo que a su edad debe resultarles un galimatías? ¿No se limitarán en el mejor de los casos a
memorizar unas cuantas fórmulas pedantes que luego repetirán como papagayos? Quizá la filosofía interese a
unos pocos, a los que tienen vocación filosófica, si es que tal cosa aún existe, pero ésos ya tendrán en
cualquier caso tiempo de descubrirla más adelante. Entonces, ¿por qué imponérsela a todos en la educación
secundaria? ¿No es una pérdida de tiempo caprichosa y reaccionaria, dado lo sobrecargado de los programas
actuales de bachillerato?
Lo curioso es que los primeros adversarios de la filosofía le reprochaban precisamente ser «cosa de
niños», adecuada como pasatiempo formativo en los primeros años pero impropia de adultos hechos y
derechos.
Si se quieren resumir todos los reproches contra la filosofía en cuatro palabras, bastan estas: no sirve
para nada. Los filósofos se empeñan en saber más que nadie de todo lo imaginable aunque en realidad no son
más que charlatanes amigos de la vacua palabrería. Y entonces, ¿quién sabe de verdad lo que hay que saber
sobre el mundo y la sociedad? Pues los científicos, los técnicos, los especialistas, los que son capaces de dar
informaciones válidas sobre la realidad. En el fondo los filósofos se empeñan en hablar de lo que no saben: el
propio Sócrates lo reconocía así, cuando dijo «sólo sé que no sé nada». Si no sabe nada, ¿para qué vamos a
escucharle, seamos jóvenes o maduros? Lo que tenemos que hacer es aprender de los que saben, no de los
que no saben. Sobre todo hoy en día, cuando las ciencias han adelantado tanto y ya sabemos cómo funcionan
la mayoría de las cosas... y cómo hacer funcionar otras, inventadas por científicos aplicados.
Así pues, en la época actual, la de los grandes descubrimientos técnicos, en el mundo del microchip y
del acelerador de partículas, en el reino de Internet y la televisión digital... ¿qué información podemos recibir
de la filosofía?
La única respuesta que nos resignaremos a dar es la que hubiera probablemente ofrecido el
propio Sócrates: ninguna. Nos informan las ciencias de la naturaleza, los técnicos, los periódicos, algunos
programas de televisión... pero no hay información «filosófica». Según señaló Ortega, antes citado, la
filosofía es incompatible con las noticias y la información está hecha de noticias. Muy bien, pero ¿es
información lo único que buscamos para entendernos mejor a nosotros mismos y lo que nos rodea?
Supongamos que recibimos una noticia cualquiera, ésta por ejemplo: un número x de personas muere
diariamente de hambre en todo el mundo. Y nosotros, recibida la información, preguntamos (o nos
preguntamos) qué debemos pensar de tal suceso. Recabaremos opiniones, algunas de las cuales nos dirán que
tales muertes se deben a desajustes en el ciclo macro-económico global, otras hablarán de la superpoblación
del planeta, algunos clamarán contra el injusto reparto de los bienes entre posesores y desposeídos, o invocarán la voluntad de Dios, o la fatalidad del destino... Y no faltará alguna persona sencilla y cándida,
nuestro portero o el quiosquero que nos vende la prensa, para comentar: «¡En qué mundo vivimos!».
Entonces nosotros, como un eco pero cambiando la exclamación por la interrogación, nos preguntaremos:
«Eso: ¿en qué mundo vivimos?».
No hay respuesta científica para esta última pregunta, porque evidentemente no nos conformaremos
con respuestas como «vivimos en el planeta Tierra», «vivimos precisamente en un mundo en el que x
personas mueren diariamente de hambre», ni siquiera con que se nos diga que «vivimos en un mundo muy
injusto» o «un mundo maldito por Dios a causa de los pecados de los humanos» (¿por qué es injusto lo que
pasa?, ¿en qué consiste la maldición divina y quién la certifica?, etc.).
En una palabra, no queremos más
información sobre lo que pasa sino saber qué significa la información que tenemos, cómo debemos
interpretarla y relacionarla con otras informaciones anteriores o simultáneas, qué supone todo ello en la
consideración general de la realidad en que vivimos, cómo podemos o debemos comportarnos en la situación
así establecida. Éstas son precisamente las preguntas a las que atiende lo que vamos a llamar filosofía. (...) De modo que. no hay información propiamente filosófica, pero sí puede haber
conocimiento filosófico y nos gustaría llegar a que hubiese también sabiduría filosófica. ¿Es posible lograr tal
cosa? Sobre todo: ¿se puede enseñar tal cosa?
(...) Volvamos otra vez a intentar precisar la diferencia esencial entre ciencia y filosofía. Lo primero que
salta a la vista no es lo que las distingue sino lo que las asemeja: tanto la ciencia como la filosofía intentan
contestar preguntas suscitadas por la realidad. De hecho, en sus orígenes, ciencia y filosofía estuvieron unidas
y sólo a lo largo de los siglos la física, la química, la astronomía o la psicología se fueron independizando de
su común matriz filosófica. En la actualidad, las ciencias pretenden explicar cómo están hechas las cosas y
cómo funcionan, mientras que la filosofía se centra más bien en lo que significan para nosotros; la ciencia
debe adoptar el punto de vista impersonal para hablar sobre todos los temas (¡incluso cuando estudia a las
personas mismas!), mientras que la filosofía siempre permanece consciente de que el conocimiento tiene
necesariamente un sujeto, un protagonista humano. La ciencia aspira a conocer lo que hay y lo que sucede; la
filosofía se pone a reflexionar sobre cómo cuenta para nosotros lo que sabemos que sucede y lo que hay. La
ciencia multiplica las perspectivas y las áreas de conocimiento, es decir fragmenta y especializa el saber; la
filosofía se empeña en relacionarlo todo con todo lo demás, intentando enmarcar los saberes en un panorama
teórico que sobrevuele la diversidad desde esa aventura unitaria que es pensar, o sea ser humanos. Lo apunta bien Thomas Nagel, actualmente profesor de filosofía
en una universidad de Nueva York:
«La principal ocupación de la filosofía es cuestionar y aclarar algunas ideas muy comunes que todos
nosotros usamos cada día sin pensar sobre ellas. Un historiador puede preguntarse qué sucedió en tal
momento del pasado, pero un filósofo preguntará: ¿qué es el tiempo? Un matemático puede investigar las
relaciones entre los números pero un filósofo preguntará: ¿qué es un número? Un físico se preguntará de qué
están hechos los átomos o qué explica la gravedad, pero un filósofo preguntará: ¿cómo podemos saber que
hay algo fuera de nuestras mentes? Un psicólogo puede investigar cómo los niños aprenden un lenguaje, pero
un filósofo preguntará: ¿por qué una palabra significa algo? Cualquiera puede preguntarse si está mal colarse
en el cine sin pagar, pero un filósofo preguntará: ¿por qué una acción es buena o mala? ».
En cualquier caso, tanto las ciencias como las filosofías contestan a preguntas suscitadas por lo real.
Pero a tales preguntas las ciencias brindan soluciones., es decir, contestaciones que satisfacen de tal modo la
cuestión planteada que la anulan y disuelven. Cuando una contestación científica funciona como tal ya no
tiene sentido insistir en la pregunta, que deja de ser interesante (una vez establecido que la composición del
agua es H2O deja de interesarnos seguir preguntando por la composición del agua y este conocimiento deroga
automáticamente las otras soluciones propuestas por científicos anteriores, aunque abre la posibilidad de
nuevos interrogantes). En cambio, la filosofía no brinda soluciones sino respuestas las cuales no anulan las
preguntas pero nos permiten convivir racionalmente con ellas aunque sigamos planteándonoslas una y otra
vez: por muchas respuestas filosóficas que conozcamos a la pregunta que inquiere sobre qué es la justicia o
qué es el tiempo, nunca dejaremos de preguntarnos por el tiempo o la justicia ni descartaremos como ociosas
o «superadas» las respuestas dadas a esas cuestiones por filósofos anteriores.
Las respuestas filosóficas no
solucionan las preguntas de lo real (aunque a veces algunos filósofos lo hayan creído así...) sino que más bien
cultivan la pregunta, resaltan lo esencial de ese preguntar y nos ayudan a seguir preguntándonos, a preguntar
cada vez mejor, a humanizarnos en la convivencia perpetua con la interrogación. Porque, ¿qué es el hombre
sino el animal que pregunta y que seguirá preguntando más allá de cualquier respuesta imaginable?
Hay preguntas que admiten solución satisfactoria y tales preguntas son las que se hace la ciencia;
otras creemos imposible que lleguen a ser nunca totalmente solucionadas y responderlas -siempre
insatisfactoriamente - es el empeño de la filosofía. Históricamente ha sucedido que algunas preguntas
empezaron siendo competencia de la filosofía -la naturaleza y movimiento de los astros, por ejemplo- y luego pasaron a recibir solución científica. En otros casos, cuestiones en apariencia científicamente solventadas
volvieron después a ser tratadas desde nuevas perspectivas científicas, estimuladas por dudas filosóficas (el
paso de la geometría euclidiana a las geometrías no euclidianas, por ejemplo). Deslindar qué preguntas parecen
hoy pertenecer al primero y cuáles al segundo grupo es una de las tareas críticas más importantes de los
filósofos... y de los científicos.
Es probable que ciertos aspectos de las preguntas a las que hoy atiende la
filosofía reciban mañana solución científica, y es seguro que las futuras soluciones científicas ayudarán
decisivamente en el replanteamiento de las respuestas filosóficas venideras, así como no sería la primera vez
que la tarea de los filósofos haya orientado o dado inspiración a algunos científicos. No tiene por qué haber
oposición irreductible, ni mucho menos mutuo menosprecio, entre ciencia y filosofía, tal como creen los
malos científicos y los malos filósofos. De lo único que podemos estar ciertos es que jamás ni la ciencia ni la
filosofía carecerán de preguntas a las que intentar responder...
Pero hay otra diferencia importante entre ciencia y filosofía, que ya no se refiere a los resultados de
ambas sino al modo de llegar hasta ellos. Un científico puede utilizar las soluciones halladas por científicos
anteriores sin necesidad de recorrer por sí mismo todos los razonamientos, cálculos y experimentos que
llevaron a descubrirlas; pero cuando alguien quiere filosofar no puede contentarse con aceptar las respuestas
de otros filósofos o citar su autoridad como argumento incontrovertible: ninguna respuesta filosófica será
válida para él si no vuelve a recorrer por sí mismo el camino trazado por sus antecesores o intenta otro nuevo
apoyado en esas perspectivas ajenas que habrá debido considerar personalmente. En una palabra, el itinerario
filosófico tiene que ser pensado individualmente por cada cual, aunque parta de una muy rica tradición intelectual.
Los logros de la ciencia están a disposición de quien quiera consultarlos, pero los de la filosofía sólo
sirven a quien se decide a meditarlos por sí mismo.
Dicho de modo más radical, no sé si excesivamente radical: los avances científicos tienen como
objetivo mejorar nuestro conocimiento colectivo de la realidad, mientras que filosofar ayuda a transformar y
ampliar la visión personal del mundo de quien se dedica a esa tarea. Uno puede investigar científicamente por
otro, pero no puede pensar filosóficamente por otro... aunque los grandes filósofos tanto nos hayan a todos
ayudado a pensar.
Examinemos juntos lo que suele
llamarse saber y desechemos cuanto los supuestos expertos no puedan resguardar del vendaval de mis
interrogaciones. No es lo mismo saber de veras que limitarse a repetir lo que comúnmente se tiene por sabido.
Saber que no se sabe es preferible a considerar como sabido lo que no hemos pensado a fondo nosotros
mismos. Una vida sin examen, es decir la vida de quien no sopesa las respuestas que se le ofrecen para las
preguntas esenciales ni trata de responderlas personalmente, no merece la pena de vivirse». O sea que la
filosofía, antes de proponer teorías que resuelvan nuestras perplejidades, debe quedarse perpleja. Antes de
ofrecer las respuestas verdaderas, debe dejar claro por qué no le convencen las respuestas falsas. Una cosa es
saber después de haber pensado y discutido, otra muy distinta es adoptar los saberes que nadie discute para no
tener que pensar. Antes de llegar a saber, filosofar es defenderse de quienes creen saber y no hacen sino
repetir errores ajenos. Aún más importante que establecer conocimientos es ser capaz de criticar lo que
conocemos mal o no conocemos aunque creamos conocerlo: antes de saber por qué afirma lo que afirma, el
filósofo debe saber al menos por qué duda de lo que afirman los demás o por qué no se decide a afirmar a su
vez. Y esta función negativa, defensiva, crítica, ya tiene un valor en sí misma, aunque no vayamos más allá y
aunque en el mundo de los que creen que saben el filósofo sea el único que acepta no saber pero conoce al
menos su ignorancia.
¿Enseñar a filosofar aún, a finales del siglo XX, cuando todo el mundo parece que no quiere más que
soluciones inmediatas y prefabricadas, cuando las preguntas que se aventuran hacia lo insoluble resultan tan
incómodas? Planteemos de otro modo la cuestión: ¿acaso no es humanizar de forma plena la principal tarea
de la educación?, ¿hay otra dimensión más propiamente humana, más necesariamente humana que la
inquietud que desde hace siglos lleva a filosofar?, ¿puede la educación prescindir de ella y seguir siendo humanizadora en el sentido libre y antidogmático que necesita la sociedad democrática en la que queremos
vivir?
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